“No son las cosas lo que afecta a los hombres, sino las opiniones sobre ellas” (Epícteto).
En tiempos de crisis la gran tentación es buscar culpables y convencerse a uno mismo de que no se es responsable de nada. La consecuencia inmediata de esta actitud es que si uno no se siente responsable no es capaz de tomar decisiones: se paraliza. Por el contrario, en la misma situación, otras personas deciden remangarse y pasar a la acción: toman la iniciativa, que es algo que va mucho más allá de tener ideas; es saberse responsable para hacer que las cosas ocurran, así que se empeñan con tenacidad y perseverancia en conseguirlo. Las crisis son momentos excelentes para comprobar quién es reactivo y quién es proactivo.
Las personas (o las empresas) proactivas se saben responsables ante sus propias vidas y por eso toman decisiones. Aunque los estímulos exteriores –ya sean físicos, psicológicos o sociales–obviamente les influyan, responden a ellos en función de convicciones. Es decir, sus conductas son consecuencia de su propia elección, se basan en sus principios y valores, sobre los que han reflexionado detenidamente, antes de seleccionarlos e incorporarlos a la personalidad.
Las personas (o las empresas) reactivas, por el contrario, se esconden detrás de las circunstancias y se sienten absolutamente condicionadas por la genética, la educación recibida o el ambiente. A las personas reactivas les afecta enormemente el clima social: “si me tratan bien, me siento bien”; pero ¿qué ocurre cuando se las trata mal? Se tornan defensivas o pierden la seguridad en sí mismas porque su esquema de valores depende de lo que los otros piensen, digan o hagan. Las personas reactivas no tienen autonomía y suelen vivir dependientes de otros. El entorno físico afecta mucho a sus sentimientos y por eso se comportan dependiendo de cómo les dé el aire. Es decir, según como amanezca el día sienten que el asfalto es color de rosa o que la vida es un insufrible valle de lágrimas. Las personas proactivas, sin embargo, hacen frente al ambiente físico porque llevan consigo su propio clima.
Las personas, los grupos, las familias, las empresas, las organizaciones, las naciones pueden ser proactivas o reactivas. Las primeras actúan en el territorio de la influencia, es decir, se focalizan sobre las decisiones que pueden tomar, en las cosas que pueden hacer. Por eso, a pesar de las dificultades, son activas, enérgicas, quieren sobreponerse y se esfuerzan en ello, se cargan de positividad, conscientes de que la solución está en ellas y de que recrearse en el sufrimiento es un camino sin salida. Sin embargo, las reactivas viven en el territorio de la preocupación, mascan una y otra vez los problemas y buscan culpables incansablemente; si los encuentran, gastan innecesariamente mucha saliva y si no los encuentran, bajan los brazos porque como los causantes de las dificultades son las circunstancias solo esperan, impotentes, a que éstas cambien por sí mismas o sean otros los que lo hagan.
En los Aforismos sobre el arte de vivir, Schopenhauer escribió: “Lo que nos hace felices o desdichados no es lo que las cosas son objetiva y realmente, sino lo que son para nosotros”. Es decir: no son las circunstancias las que nos impiden avanzar sino lo que pensamos acerca de ellas. Por tanto, como muy bien saben las personas proactivas, la clave no está en no tener problemas –que, por lo demás, es algo connatural a la vida humana– sino en controlar nuestros pensamientos, si es necesario cambiando el punto de vista, contemplando la situación desde otra atalaya.
La felicidad no depende de condiciones externas, depende de condiciones internas. No es lo que tenemos, o lo que somos, o donde estamos, o lo que realizamos, nada de eso, lo que nos hace felices o desgraciados. Es lo que pensamos acerca de todo ello. Por ejemplo: dos personas pueden estar en el mismo sitio, haciendo lo mismo; ambas pueden tener sumas iguales de dinero y de prestigio; y sin embargo una es feliz y la otra no. ¿Por qué? Por su diferente actitud mental. Por consiguiente, es necesario abandonar el territorio de la preocupación y decidirse a vivir en el de la influencia. Abraham Lincoln escribió: “casi todas las personas son tan felices como deciden serlo”. Tenía razón.
Arturo Merayo
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