El ser humano es una criatura a la que le gusta vivir confortablemente instalada en la costumbre, con el menor número posible de sobresaltos. Hemos aprendido a lo largo de millones de años de evolución que las novedades a veces condicionan seriamente la supervivencia, así que mejor que no las haya.
Pero, al mismo tiempo, la especie humana es curiosa por naturaleza. Quizá por eso hemos progresado tan rápidamente: el afán de novedades nos lleva a asumir riesgos y a encarar retos “ilógicos”. No soportamos la monotonía en nuestras vidas, nos aburre la repetición de la misma experiencia, así que nos encanta que surjan sorpresas que nos rescaten del tedio, siempre y cuando no nos alteren lo esencial de la vida. Las sorpresas introducen diferencias en la pauta de lo habitual con las que nuestra mente, siempre abierta a las novedades, se revitaliza o al menos se alimenta.
En una cultura de consumo masivo en el que ofrecer novedades se ha convertido en un factor esencial de la producción, la petición insaciable de los individuos parece ser: ¡Sorpréndeme! Sin embargo, aquellos mensajes que no están orientados directamente a la venta continúan envolviéndose en tedio y convencionalismo. Más de lo mismo: los estudiantes se aburren en las clases, los empleados han de escuchar lánguidas charlas de su director, los médicos soportan estoicamente soporíferos congresos, los políticos nos agotan con sosísimos parlamentos… Discursos, conferencias, intervenciones, charlas, presentaciones monótonas, previsibles, grises, anodinas… ¡Sorpréndame, hombre!
Para sorprender hay que cumplir tres condiciones:
a) No dar indicios. Ni unos pocos siquiera. La sorpresa no se debe avisar porque cuanto más se espere menos sorpresa es. “Veréis, veréis, que fiesta de Navidad tan divertida estamos preparando”.
b) Ser valiente y asumir los riesgos. Por su condición de algo inesperado, la sorpresa ha de ser absoluta y radical: o se sorprende o no se sorprende. No vale “un poquito de sorpresa” que, a la postre, a nadie satisface y deja a quien pretende sorprender en mitad del camino del quiero y no puedo.
c) La sorpresa ha de ser positiva. No hace falta que sea ni divertida ni lúdica, aunque no estaría mal. Pero es necesario que no altere negativamente la vida de quienes la reciben.
Cumplidas estas condiciones, introdúzcanse en el discurso cuantos elementos sorprendentes se desee y por cualquier procedimiento. Estos son solo cinco:
1) Mediante un vestuario descontextualizado: aun recuerdo aquella directora general que entusiasmó a la fuerza de ventas saliendo al escenario vestida de cow-girl para hablar de desiertos, minas de oro y recompensas.
2) Mediante la forma de los mensajes: ese director que en su reunión de ventas introduce, inesperadamente, la narración chispeante de una anécdota o de un chiste, o el maestro que para enseñar fracciones a los niños comienza por poner en la clase de matemáticas un vídeo de baloncesto en el que se pueden ver los porcentajes de tiro.
3) Haciendo frente a la expectativa y desbaratándola a través del tono y del contenido mismo de los mensajes: porque, por ejemplo, esperaban de usted una bronca y supo sorprenderles con comprensión. En Invictus, el personaje Mandela, recién llegado a la presidencia, sorprende a los funcionarios que esperan ser despedidos.
4) Haciendo que la gente haga cosas, se movilice, realice acciones: “Y ahora debería entregaros un pequeño obsequio. Pero creo que es mejor que cada uno vaya a recogerlo a su despacho y regrese de nuevo aquí”.
5) Ganando el corazón de la gente: el director de la compañía sabía que el marido de su empleada estaba realmente enfadado porque ésta tenía que viajar a Estados Unidos durante una semana en unas fechas en las que la familia había previsto vacaciones. Pocas horas después de que ella despegara hacia Chicago, su marido recibió en casa un paquete. Al desenvolverlo descubrió un elegante reloj y una nota escrita a mano por el director general: “Sabemos, Enrique, el esfuerzo que supone para vosotros que Marta tenga que viajar estos días. Espero que esto ayude a que las horas se hagan más cortas mientras esperas su regreso y  os muestre que de verdad os agradecemos de corazón vuestra generosidad”.
Arturo Merayo